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miércoles, 21 de septiembre de 2011

El Infeccioso Gárgolas, cuento (Parte I de II)


El infeccioso Gárgolas trabaja en la cuarta planta de este hospital. Se encarga de aquellos casos que deben estar alejados de la gente para evitar males mayores.
Lleva bigote. Fino y brillante. Ordenado y recortado. Lleva gafas de pasta grises, de cierta moda de los años setenta. Y lleva una bata blanca que fue blanca pero que con el paso del tiempo se ha ido transformando en un pálido ocre. Pero limpia. Limpia como que se llama Agustín Gárgolas y es jefe de la sección de infecciosos de este hospital.
Algo así como treinta años le han visto pasar por los pasillos de esa cuarta planta. Sabe su trabajo. Lo sabe de memoria. Cuando le traen un paciente no sabe el diagnóstico antes de que le digan los síntomas. No adivina, no dice palabras mágicas que todo paciente quiere oír. Que todo colega admira con un poco de rabia. No se pasea por los pasillos con acólitos en pos de él, después de una magistral. Porque ni usa pasillos para pasear ni da clases magistrales.
Pero, os lo digo yo, sabe bien su trabajo. Lo cuida, lo mima, le deja hacer, y el resultado es un trabajo bien hecho.
Agustín Gárgolas no tiene cuentas pendientes. Con nadie. Lo primero es que no tiene cuentas pendientes con el banco. Porque no tiene cuentas en el banco. Así de sencillo. Guarda todos sus ahorros en algún sitio que a nadie debe interesarle y no quiere cuentas, nunca mejor dicho, con esos del banco. Tampoco tiene cuentas con amigos, familiares, conocidos, desconocidos. Sus amigos, pocos, le respetan, le quieren y le ignoran por partes iguales. De lo cual se obtiene una vida social de lo más corrientita. Sus familiares; Emilia, Odin y Elvirita. Por orden de afectos. Emilia, la portuguesa es la chica que va los miércoles y viernes a planchar, poner alguna lavadora y tender o lo que toque. Toca el piano y como Agustín tiene uno de pared en el ancho pasillo de su casa, Emilia la portuguesa les deleita con alguna piececita de vez en cuando, cuando hay poco que hacer y las camisas se han dejado planchar.
Emilia la portuguesa es portuguesa. Nació en Braga en el año 1978 y vive en Madrid de forma inesperada. Conoce al doctor Gárgolas porque llegó a urgencias con una brecha en la cabeza y a punto estuvieron de operarla de la rodilla. Por eso le conoce. Porque nada tiene que ver con la planta cuarta de infecciosos pero Agustín acompañaba en ese momento a un familiar de los de su redil cuando vio a una chica quejarse en el mostrador. Le dolía la cabeza y él hizo lo que pudo. Desde entonces le ayuda en casa y nunca preguntó por qué llegó al hospital con una brecha en la cabeza.
Odin es el perro del doctor. No sé la raza. Creo que él tampoco. Es grande, es un perrazo que suelta pelo y baba en proporciones variables pero siempre abundantes. Emilia la portuguesa y Odin no se llevan demasiado bien. Porque la primera no da abasto a recoger pelos de los lugares más insospechados de la casa y porque Odin tiene un olfato excelente para las buenas y las malas compañías. A las buenas compañías no tiene que trabajárselas para dar un paseo, así que Emilia no le gusta porque no es un reto para él.
Odin desaparece de casa por semanas enteras y entonces Emilia es feliz. Limpia con la sana idea de que el perrito jamás volverá. Consuela al doctor como si el huido fuese su madre y como si se tratara de una huida al otro mundo. Pero Odin siempre vuelve. Por eso creo que al doctor no le hacen ninguna falta los consuelos de la chica. Pero no le va a quitar la ilusión y se deja.
Elvirita es un personaje difícil. No está en plena adolescencia, está en eterna adolescencia. Un poco porque se hace la interesante sin serlo, la pobre, un poco porque siempre va a juntarse con los mayores y un poco porque no deja de soñar y soñar cosas que no quiere, ni por asomo, que salgan de ese estado platónico que son sus sueños sin realidad. Tiene algo así como veintinueve años pero no sé si ella lo sabe del todo. No sé si se da cuenta de ello. Hace muy buenas migas con Emilia. Para ella Brasil y Portugal están como quien dice, a tiro de piedra. Como que son una misma cosa. Y aunque haga siglos que dejó de ser así, trata a la chica como alguien alucinante, exótico y con todo un mundo por descubrir.
Razón no le falta porque Emilia la portuguesa, como cualquiera, es todo un personaje. En ella se puede ahondar hasta el infinito, casi. Pero la cuestión es que el exotismo que Elvirita cree que habita en Emilia es el del calor, los carnavales y las playas del Brasil. No termina de encajar que su clima, sus fiestas y sus costas son tan parecidas a las de Galicia o Huelva que casi ni se nota la diferencia.
A Elvirita no le gusta especialmente el trabajo de su padre; El doctor Gárgolas es su padre. Cree que sale cada tarde del hospital con tuberculosis hasta los codos para dar y regalar en el bar, en la zapatería, en el metro y en casa. Nada más lejos de la realidad, aunque se le conozca por el sobrenombre de infeccioso Gárgolas. Ella, al pie de la letra.
Decíamos que no tenía cuentas pendientes. No las tiene. Tampoco en su trabajo. Delicado e importante. Trata a sus pacientes como si fueran uno más de la familia. Eso pensaría cualquiera al verle recomendando un hábito de vida, al verle colocar una almohada bajo los riñones de algún encamado o abrazar a un padre que se ha enterado de la noticia. Eso no evita que algún destemplado familiar le pida explicaciones por todo. Le saque los colores en medio del pasillo de la planta cuarta o le griten, incluso, de vez en cuando, cuando por error se cuela el pánico de una habitación a otra. Pero él sale airoso de casi todo. Y si el de enfrente, con todo, no se lo permite, él lo arregla perdonando a su prójimo, que no sabe lo que hace. Así que tampoco tiene cuentas pendientes con ellos.
Porque, volviendo al tema de antes, ni por un instante se le ocurre pensar que no le ha dado una buena educación a su Elvira. Ella es así, plana, sin más ideas en la cabeza que media docena. Pero eso estará en los genes o en la predisposición natural pero no en la educación. De eso está convencido, aunque en sus años de universidad estudiara algo de psicología, algo de genética y algo de otras cosas, que le hace tener que reconocer, en lo más profundo de su ser, que un poquito más de caso si que podía haberla hecho en sus años más tiernos.
Tal vez por eso Elvirita sigue siendo así, tierna. Para darle una nueva oportunidad a su padre. Siempre está en casa. Trabaja de vez en cuando, pero si le duele la cabeza… a lo mejor no va. A lo mejor es mejor quedarse en casa. Por eso debe ser que le duran poco los trabajos. Y como infeccioso mantiene y Emilia la portuguesa limpia, todo arreglado.
Dicho esto os extrañará tanto como le extrañó a él, hombre de brillante bigote, que en el mostrador de admisión de este hospital hubiera un sobre para él. Bueno, me refiero a un sobre de las características de ese sobre. Bajó a la cafetería desde su cuarta planta una mañana, a las 10:50 un poco pasadas. Que el ascensor fino, lo que se dice fino, no está últimamente. El caso es que pasó por el mostrador. Varios teléfonos sonaban a la vez. Alguien cogió uno. El resto, dale. Su mano buscaba en el bolsillo cien pesetas y dos monedas de veinticinco. Suficiente para un café con churros en quince minutos y a la cuarta planta de nuevo. Pero alguien le llamó. La chica del mostrador, Montse.
(continuará... ir a la segunda parte)

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